sábado, 7 de julio de 2012

Libro «La Odisea de la Luz y las Ausencias» del Canta Autor Homero Oyarce fue presentado en Chachapoyas y Lima

El Canta Autor Homero Oyarce en la triunfal gira del reencuentro que nos regalo durante el mes de junio, no solo ofreció conciertos sino que también nos presentó su primera novela, la misma que fue presentada en Lima y Chachapoyas.
La presentación en Chachapoyas estuvo a cargo del profesor José Mercedes Santillán Salazar que a continuación reproducimos.
«Muchos de mis recuerdos se han desdibujado al evocarlos, han devenido en polvo como un cristal irremediablemente herido - dijo Pablo Neruda-. Las memorias del memorialista no son las memorias del poeta. Aquél vivió tal vez menos, pero fotografió mucho más y nos recrea con la pulcritud de los detalles…..Mi vida es una vida hecha de todas las vidas: las vida del poeta».
«La odisea de la luz y las ausencias» es una bella metáfora que me hace evocar otra bella metáfora del gran poeta francés Charles Baudelaire cuando dice en su poema «El Albatros», que son grandes aves marinas: «El poeta es como ese príncipe del nublado/ que puede huir las flechas y el rayo frecuentar: /En el suelo, entre ataques y mofas desterrado. /Sus alas de gigante le impiden caminar».
«El gran vate ciego, Homero, según la historia, viajaba de ciudad en ciudad de la antigua Grecia, cantando sus poemas «La Iliada» y «La Odisea», acompañado de su lira. En el antiguo Perú, los harawicus viajaban de llacta en llacta o de pueblo en pueblo cantando sus poemas al son de sus quenas que los dejaron plasmados en los capacquipus o quipus reales, que pocos se salvaron de la criminal destrucción de los invasores gracias a nuestro cronista Blas Valera, que según nuevas investigaciones en otras latitudes, cada vez brilla más en el horizonte por su proeza y grandeza, mientras que en su tierra es olvidado o ignorado».
Hoy estamos ante un Homero, un aedo o harawicu, sin lira y sin quena, pero con su guitarra, inseparable amiga de su larga odisea. «La odisea de la luz y las ausencias» es una autobiografía novelada. Es un libro denso de imágenes tejidas con palabras cargadas de una especial connotación.
Don Demóstenes Artemio, que no conoció a su padre porque éste murió sepultado por un torrentoso aluvión de lodo y piedra cuando él estaba en el vientre de su madre, tuvo la feliz idea de poner a su hijo el nombre de Homero, porque el suyo también provenía del orador griego. A veces creo que transmigran los espíritus a través de los tiempos y se perpetúan a pesar del utilitarismo y la incomprensión, para la felicidad de la humanidad.
Homero Oyarce, este cantautor, con su poesía, sus canciones y su guitarra, imaginariamente no viajó sobre un albatros a lo largo de los acerbos abismos de los mares, sino sobre un cóndor, la ave andina que levantaba el vuelo hacia el sol y fue grabado en la ciudad inca de Macchu Picchu. Algunos versos de la emblemática canción el cóndor pasa dice así: «El cóndor me dijo a mí, sígueme, más allá, lo que verás y sobre sus espaldas me senté. Y al volar cada vez más alto y al mirar hacia la tierra, tan distinta la vi: fronteras no se ven allí, un solo mundo parece feliz…»
La odisea de Homero Oyarce comenzó el día que nació en su querido Chilingote: «Mi mama a mí me parió/ sin enfermera ni clínica,/ la vida me recibió/ en manos de campesina/ manos toscas, nada finas;/ las manos de mi madrina». La mama María que se había casado a los trece años con el carretero Artemio, lo traía al mundo ayudada por la matrona Esteurófila. Ya poeta cantautor, desde la distancia, Homero Oyarce, embargado por la nostalgia, lo dedica una canción: «Si pudiera un día/ bajar una estrella/ la pondría junto a tu corazón/ para que ilumine tu alma tan bella/ mamita María, manantial de amor».
El cholito panzón y «haraganote» creció cerca del río, al pie de los cerros, a la vera de los caminos polvorientos, escuchando al zorzal; esa avecita gris que en Muscuna se lo llama yuquiuj y en otros lugares chuquiac, posado en un capulí, un sauco o quishual emite un fino canto que es un arpegio, un aria o una endecha que toca el fondo del alma. «Zorzalito altanero/ que nos cautivas,/ canta, canta zorzalito/ y dile a ella que la quiero/ Zorzalito, zorzalito/ tú eres mi amigo, mi consuelo».
Las travesuras de la infancia estuvieron a la orden del día: en la cosecha sustrayendo a las mingas las mazorcas de maíz para llenar su alforja, el engaño a la abuelita con las almohadas como si él continuara durmiendo cuando el sol ya rayaba las montañas, ya cogiendo las menudas hormiguitas para ponerlo en el cuello del maestro dormilón, sustrayendo frutas o comida a su mamá para darles a los niños pobres.
En la larga caminata de Chilingote a Leimebamba se hería los pies descalzos. Pero también le quedó marcado un triste recuerdo de un maestro perverso que vociferaba: «Ustedes, indios brutos, no saben nada de nada, nosotros los galos sabemos de buen vino, shampaña, shocolate, caviar, mermelada…» Una vez, a causa de la torrencial lluvia y el barro, Homero llegó tarde a la escuela, el maestro lo ridiculizó frente a los demás niños mofándose de sus pies y enlodada ropa. Tirándole de las orejas le paseó por el aula, le humilló haciéndole bajar el pantalón y azotándole con una varilla sólo por el hecho de que había olvidado la tabla de multiplicación. Más tarde, Homero Oyarce, emparentando su vida con el de un canillita lustrabotas de la ciudad, escribe: «Después te irás a la escuela/ y te dormirá el cansancio. / Te tratarán de holgazán./de bruto y de bizancio./ que tienes la ropa sucia,/ que tu cara está cochina;/ más cochina está su alma/ del que así te examina».
La vida en el campo tiene sus sinsabores: arar la tierra, cortar la leña, buscar las vacas en las punas gélidas de Yasgolga como yo también lo hacía en Tilacancha. Pero la naturaleza también nos deslumbra con su belleza: el silbido del viento, el murmullo de los manantiales, las algodonadas nubes, las majestuosas montañas, el aroma de las flores. Todo esto puede parecer una simpleza porque casi todos oímos pero pocos escuchan, casi todos vemos pero pocos observan. El sabio Einstein decía: «La alegría de ver y entender es el más perfecto don de la naturaleza», luego subrayaba: «La ciencia es incapaz de resolver los últimos misterios de la naturaleza, porque en el último análisis nosotros mismos somos parte de la naturaleza, es decir, del misterio que tratamos de resolver».
Antes del aluminio fue la greda, antes del cemento fue el barro, antes del plástico fue el tejido de lana; por entonces el poncho nos abrigaba y nos protegía de la lluvia: «Ese ponchito que me regalaste/ en Chilingote se me acabó/ porque la zarza de la desdicha/ junto a mi alma lo desgarró».
Hastiado del maestro fanfarrón y hostigado por el frecuente apelativo de «cabezón, medias de nailon», Homero se trasladó a Chachapoyas a vivir en una casa abandonada y poblada de insectos y roedores. Bajo la orientación y vigilancia de la abuela ordenó con sus hermanos la casa. Un día después lo llevó al colegio Seminario, en donde le observó el director por tener el pantalón corto y desteñido. Pero también recuerda con gratitud a su maestro Gilberto Tenorio, quien los divertía tocando con su piano canciones insondables y al maestro Arana a quien apreció por su rectitud y decencia.
Es bueno hurgar la verdad que yace en la sombra de nuestro pasado y allí encontraremos como encontró Homero Oyarce que, el que fundó nuestra ciudad, Alonso de Alvarado fue un cruel, sanguinario y desalmado sin límites; capitán de Francisco Pizarro, que por desgracia, el porquerizo, marcó un hito indeleble en nuestra historia, y que desde entonces «ama llulla», «ama sua» y «ama quella», en esta sociedad corrompida que vivimos, a muchos nos parece que son sólo frases míticas del incario.
En nuestra ciudad de origen colonial subsistió y no sé si aún subsiste la vanidad de tener apellidos de abolengo hispano y todos los que procedíamos de un distrito, caserío o villorrio como los de Taquia, Levanto, Cheto, Leimebamba, nos ponían el estigma de «poblanos».
Los recuerdos intermitentes afloran en la memoria de Homero Oyarce, como el de su tío ex sargento que un día desapareció misteriosamente tragado por la noche y muchos tiempos después sus restos óseos sin cráneo fueron sepultados solemnemente en un cementerio de Lima como si fuera los restos de un viejo senador. Los lloros silenciosos de su querida hermanita al escuchar las radionovelas por radio La Crónica; el gemido y la autoflagelación sigilosa de una religiosa ante un crucifijo, sin percatarse de los ojos furtivos del sacristán; la propina de la tía Rosita y la paliza que le dio su mamá creyendo que había hurtado el dinero.
Preguntas capciosas como el por qué los españoles mintieron y mataron en nombre del cristianismo, cuyos mandamientos doctrinarios era no mentir y no matar; por qué la hipocresía de muchos religiosos que dicen ser sinceros y honestos, y un sin número de porqués y recuerdos románticos fueron templando su espíritu tierno, rebelde y amante, como artista, de la libertad. En el último año, en el colegio San Juan de la Libertad, según sus palabras, se pobló su alma con las flores y el néctar sabroso de César Vallejo, Antonio Machado, Pablo Neruda y Federico García Lorca.
Una mañana se fue de Chachapoyas, en camión, por la polvorienta carretera rumbo a Chiclayo. Dejaba tras de sí a su tierra, a sus padres y como no, a sus tiernos amores plasmados en sus versos de su canción «Inmigrante gorrión»: «En el mínimo rincón de nuestra casa/ tu recuerdo se multiplica más y más./ Sin ti nuestra habitación está vacía/ con un sabor a silencio a brisa a orfandad./En tu equipaje huyeron las alegrías/ y mi cuerpo se invadió de soledad/ Detienes mi vuelo/ detengo tu brisa/ yo soy inmigrante, gorrión/ que entró en tu balcón.»
Con la guitarra, el piano y el violín una fina poesía se destilaba con su voz. Era la década del setenta, el cantautor Víctor Jara, ese músico a quien le cercenaron las manos con las que pulsaba la guitarra, caló en las fibras de su adolescente corazón. El fascismo se había impuesto en Chile y días después también moría víctima del dolor Pablo Neruda. Universitario y bohémico, Homero Oyarce, con su compañero Orlando, se propuso cazar sueños y esos sueños se vistieron de versos, guitarras y canciones. Pero también lo inquietó la protesta social. Un general quiso devolverles a los pobres la tierra y la esperanza, pero le sustituyó otro general que nos volvió a lo tradicional y con ello se agudizaron los paros, las huelgas y lo más atroz, se fue asomando el terror letal.
Prosiguió la odisea con el viaje a Lima, en compañía de Margarita. El viaje de Margarita a Holanda y la aventura por seguirla le abrieron un horizonte en que ganó nuevas experiencias y buenas amistades. Las dictaduras en América Latina desterraron a intelectuales y artistas. La voz grave y a la vez pastosa de Alfredo Zitarrosa y los versos de Mario Benedetti, se le unieron en Amsterdan. Allí grabó su primer disco «Licencia para cantar».
Todos de algún modo quedamos decepcionados en algún recodo de nuestras vidas. Los totalitarismos tuvieron su fin en el siglo XX. La caída del Muro de Berlín puso al descubierto que el sistema que soñábamos y se decía que iba a reemplazar al capitalismo, tenía gruesas fallas porque, entre otras cosas, atentaba contra la libertad. Esa realidad lo palpó de cerca Homero Oyarce. Cuán difícil o utópica será construir una sociedad en donde la libertad no se sacrifique en nombre de la justicia o la justicia no se sacrifique en nombre de la libertad.
El retorno a la tierra, la edificación de las escuelas de Chilingote y Gollón, en reconocimiento a los pueblos que les vio nacer a su padre y a él, es otra faceta de su espíritu de desprendimiento y entrega al servició de los demás.
Cual Quijote, nuevamente emprendió otra aventura. Viajó por segunda vez a Europa, sin más compañía que su guitarra y su amplio repertorio de canciones que siempre anidaron su alma. Después de nueve meses de ausencia retornó a la patria que comenzaba teñirse con sangre por la infausta violencia.
Un nefasto y dogmático líder maoísta, que aprovechó el descontento de la juventud ante la injusticia y la postergación, concibió que el Perú es como la China de los años treinta o cuarenta y que había llegado la hora de hacer la revolución del campo a la ciudad.
Ante los atentados subversivos, los presidentes de la década del 80 y 90 no planificaron estrategias inteligentes, sino torpemente respondieron a la violencia con otra violencia y miles de gente humildes e inocentes fueron torturados y asesinados por uno y otro bando.
Homero Oyarce, tuvo un encuentro inesperado en París con un personaje que fue su compañero de estudios en el colegio San Juan de la Libertad de Chachapoyas, andaba consumido por los cargos de conciencia que lo pesaban, quiso, este señor, evadirse de las pesadillas con la droga y el alcohol, pero las almas en pena le perseguían por todas partes donde iba, su nombre, Felipe Valderrama. Lo narra con lujo de detalles los hechos horrorosos y estremecedores de crímenes y
matanzas que sucedieron en Ayacucho.
El viaje a La Habana, su encuentro con ese singular verbo y canto de Pablo Milanés, quien lo presentó al famoso Gabo o Gabriel García Márquez, lo trae gratos recuerdos. Se reencuentra en Lima con Mercedes Sosa a la que conoció en Utrech, cuando caía la nieve como lágrimas blancas en los vitrales y sus palabras entrecortadas por el dolor caían pausadamente: «Como duele el corazón sin mi Argentina».
Pero siempre la tierra jala, como dice César Miró «Todos vuelven a la tierra en que nacieron/ al embrujo incomparable de su sol/ Bajo el árbol solitario del silencio,/ cuantas veces nos ponemos a soñar/ Todos vuelven por la ruta del recuerdo,/ pero el tiempo del amor no vuelve más». Homero Oyarce retorna a su tierra una y otra vez para abrazar a sus seres queridos, para desempolvar en su casa de Chilingote viejos recuerdos al pie o cima de su árbol de chirimoya o delante del frío fogón de mama María.
La vida de un trovador aventurero es como la hoja de un árbol que lleva el viento de tumbo en tumbo. Lo encontramos en Ayacucho participando en un concierto en una época convulsionada de desapariciones y muertes.
No es raro que un artista un día tenga lleno los bolsillos y otro día los tenga vacíos. Recuerda que cuando estuvo en Piura tuvo una inesperada llamada para viajar a Estados Unidos. Se trasladó a Lima a esperar la formal invitación en la casa de una tía. Súbitamente apareció en el comedor, como una sombra, un pariente consumido por el alcohol. Llegó a sentarse a la mesa y después de mascullar su nombre, groseramente lo espetó: «¡Vago!, me gritó. ¡Pobre tu padre!, Pobre mi prima María, sacándose la mugre en el campo y tú dándotela de artista». Si te pongo patas pa arriba de seguro no cae ni un centavo. Nos relata también que en migraciones, un palurdo policía le dijo con sorna: «Así que eres artishhhta» . ¿Qué clase de artishhta? -Soy cantautor-Y qué cojudeza es esa -le preguntó sarcásticamente- luego prosiguió. ¿Así que eres muy sapo, no? A ver canta pue huevón.
Después de los sinsabores viajó a la universidad de Loyola de Nueva Orleáns, de allí se trasladó a California en donde se conoció con sus actual esposa. Su vida de trotamundo hizo que nuevamente viajara a Europa y visitara la ciudad de Ulm, tierra del célebre Albert Einstein.
Formalizado con su pareja tuvo que aprender como un niño el inglés. Después de su boda decidió regresar a pasar la luna de miel en su Chachapoyas. El griego Ulises sufrió muchos percances en su retorno a Ítaca. Los viajes de este Homero, casi siempre han sido una odisea a pesar que traía mucho amor y obsequios para los niños de su pueblo.
Una tarde su padre, don Artemio, le llevó al segundo piso de su casa y le regaló un baúl que era el recuerdo de su abuelo que murió sepultado por un aluvión. El viejo baúl fue traído de Iquitos, cuando esta ciudad era la meca pasajera de la opulencia por la fiebre del caucho. Los bandidos llamados varones del caucho casi exterminaron a tribus enteras de nativos para enriquecerse. Miles de nativos murieron masacrados y mutilados para que pocos gozaran de la bonanza. Homero lo llevó el baúl a California, en donde recién descubrió que esos amarillentos papeles pegados a la madera del mueble trataban sobre otro pasaje luctuoso de nuestra triste historia.
En una ocasión, en su regreso de California a Lima, no pudo pasar a Chachapoyas ni a su querido Chilingote, por la advertencia de su padre; porque había corrido el falso y antojadizo rumor que había cambiado su guitarra por un fusil y estaba dirigiendo una columna guerrillera en las alturas de la Jalca Grande y el ejército comenzó a seguirle los pasos.
Poco tiempo después un señor llamado Homero Duarez murió en San Francisco, California y corrió el rumor en Chiclayo que había muerto Homero Oyarce. Sus amigos lo mandaron hacer una misa de defunción apenados por su desaparición. Cuando se enteraron que no era cierto se lamentaron por los gastos que habían hecho. Después de reñirse, gritaron: «¡Todo por las puras, carajo!»
El oficio de trovador lo llevó a cantar en un hospital. Sé que en su vigilia vuelve a su memoria en forma intermitente la señora entubada sobre una silla de ruedas, el ingeniero de Alaska, el niño de la patineta, y el I love you de la señora pequeñita del jardín. Aquí en el Perú también habrán miles de pacientes que ya quisieran decirle «yo te amo». La palabra infantil indeleble de «adadá» de su hijo está asociada a un triste recuerdo de su suegro.
Usted Homero Oyarce comprenderá que en el mundo presente, de la llamada globalización, hay dos alternativas: el camino de la vida o el camino de la muerte. El camino de la vida es la humanización del hombre a través del arte y la filosofia, porque en este mundo muchos comprenden pero pocos entienden, cada día sabemos más y entendemos menos; entonces el camino de la vida es encontrar la belleza hasta en las cosas más pequeñas: en una hormiga que deambula en la tierra, en el trinar de un ave, en la flor de un huerto, en las hojas de una hierba, en la sonrisa de un niño y todo esto depende de la sensibilidad del ser humano. Una sociedad materialista donde sólo reina el dinero, está condenada a la muerte. Cerros y bosques desparecen sin cuento, para enriquecer a unos pocos. La avaricia no sólo plaga de miseria a los pueblos, sino también atentan contra nuestro planeta. Einstein dijo: «Hay dos cosas infinitas: el universo y la estupidez humana, del universo no estoy tan seguro».
Es paradójica la realidad de estos tiempos: la tecnología avanza y el hombre se va robotizando, los medios de comunicación acortan distancias y el anacoretismo virtual enfría las relaciones humanas en extremo. El Perú no es un alfil a la deriva en este mundo de consumo. Es una pieza superdependiente y subdesarrollada que necesita de sus mejores hijos, como usted, para avanzar hacia una inasible utopía. Bueno, si a la utopía no se alcanza, entonces ¿para qué sirve la utopía?, precisamente para eso, para avanzar y no se repita la historia de la infamia.
En un pasaje de «La odisea de la luz y las tinieblas», libro que debe ponerse en la relación del plan lector de todas las instituciones educativas de nuestra ciudad, usted resalta que la educación juega un rol importante en el cambio de la sociedad. Evidentemente es cierto, pero la educación desde un punto de vista holístico tiene que ver con la familia, el hogar, los medios de comunicación, la sociedad en general, los colegios. Nos engañamos cuando creemos que educamos sólo instruyendo. Educación es mucho más que instruir, porque educación tiene que ver con hábitos, actitudes y valores y todo esto parten de casa.
Finalmente, en el epígono de su obra, dice Homero Oyarce, muy al estilo vallejiano: «En esta tarde de colores oxidados, reclinándose exhausto sobre el otoño tibio, el viento juega con las hojas que ya no pueden atajar su propia caída». Y muy al estilo borgiano prosigue: «Detrás del ventanal hay unas velas derritiéndose, tratando de alumbrar las noches de un piano que se alargan y salen a mezclarse con una brisa y la risa juvenil de unas muchachas…». Termino mis palabras esperando que haya despertado en ustedes el interés por leer este libro. El que lee un buen libro siente que su soledad y su vacío existencial desaparecen y se puebla su alma de bellas imágenes.
Muchas Gracias.