jueves, 10 de enero de 2013

Los Sarcófagos de Karajia

Por: Federico Kauffmann Doig

Como ha sido referido, los sarcófagos de Karajía eran conocidos únicamente por
los pobladores de la vecindad, hasta que en 1984 el autor los contempló aunque por entonces sólo a distancia. Fue en el año siguiente que logró escalar los 24 metros de pared rocosa vertical, a fin de abordar la gruta que cobija los sarcófagos y someterlos a una primera inspección.
La expedición Antisuyo/86 permitió, finalmente, su estudio integral y con ello una difusión masiva sobre su existencia.
Los sarcófagos no son otra cosa que grandes cápsulas de arcilla destinadas a albergar un fardo funerario por cada unidad. Tienen el aspecto de una estatua y aparecen emplazados en posición horizontal. El sarcófago evoca los contornos del cuerpo humano, y al mismo tiempo la figura de un falo con el glande replegado.
El sarcófago corresponde a un elemento cultural particular a los chachapoya(s), que no se repite en el Perú antiguo. Sin embargo, como veremos oportunamente con mayor detalle, su constitución parece copiar la forma del fardo funerario cordillerano-costeño.
Las primeras referencias a estatuas funerarias del tipo sarcófago se remontan a las postrimerías del siglo XVIII y se deben a Hipólito Unánue (Alarco 1971-83, 1, pp.421-422). Ignoramos a qué grupo de sarcófagos en particular se refiere Unánue (Aristio 1790), puesto que omite dar referencias sobre el particular. La fuente de sus breves comentarios eran los informes oficiales que remitían las autoridades provincianas a la administración virreinal, centralizada en la Ciudad de los Reyes.
Las escuetas noticias de Unánue son con todo suficientes para advertir que corresponden, sin lugar a dudas, a una descripción de este particular modo de sepulcro.
De la centuria decimoctava son las observaciones sobre estatuas funerarias chachapoya(s) de Vidal Senéze y Jean Noetzli (1877).
En el siglo XX se ocuparon inicialmente, de este tipo de monumentos funerarios Louis Langlois (1939) y Napoleón Gil (1936). Las noticias que Langlois dedica a las estatuas funerarias del Utcubamba constituyen un examen prolijo sobre el particular.
En algo posteriores son las observaciones de los arqueólogos Henry y Paule Reichlen (1950) basadas en obsrvaciones de sarcófagos presentes en el acantilado de Chipurik, que a juzgar por las fotografías que publicaron conservaba ejemplares pintados y en buen estado de conservación, si bien de mediana estatura. Una de las ilustraciones de los Reichlen, en formato muy pequeño, retrata al conjunto de Carajía.
Esta fotografía no va empero acompañada de una descripción detallada, como obligaba la especial importancia que presentan los sarcófagos de Karajía frente a otras muestras del género. Esto permite sospechar que la fotografía citada no pertenece a los Reichlen y que la referencia sólo a modo de epígrafe, podría estar basada en una mención que recogieron. Por aquellos años también Bertrand Flornoy (1943-44) observó algunos sarcófagos chachapoya(s), aunque éstos eran pequeños y estaban harto dañados.
No obstante su carácter singular, desde 1950 los sarcófagos del Utcubamba cayeron casi por completo en el olvido, por lo que no figuran en textos escolares, como tampoco en estudios arqueológicos con excepción de las breves glosas que les dedicó Hans Horkheimer (1959).
Sólo desde hace 15 años, cuando la noticia de la existencia de los sarcófagos de Karajía comenzó a dar la vuelta al mundo, propios y extraños quedaron atónitos al tomar conocimiento acerca de estas singulares reliquias arqueológicas (Kauffmann Doig 1984a; 86a).
Al proseguir el autor sus exploraciones en territorio de los antiguos chachapoya(s) fueron intervenidos, con fines comparativos, otros sitios caracterizados por presentar tumbas del tipo sarcófago. Por ejemplo Tingorbamba que ya había sido mencionado y fotografiado por Gene Savoy (1970), Guanglic, La Petaca, Peña de Tuente, etc. (Davis 1985). El autor intervino, también con fines comparativos, docenas de grupos de mausoleos chachapoya(s), varios de éstos totalmente inéditos como los de Ochín (Kauffmann Doig 1989a, pp. 43-45) y que el autor describió mientras uno de los topógrafo de la expedición, Herbert Aiscasibar, levantaba los planos de estos monumentos.